Cristo, la piedra angular
Jesús se hizo hombre para que podamos ser transformados a imagen de Dios
“Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde anhelamos recibir al Salvador, el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo miserable para que sea como su cuerpo glorioso” (Fil 3, 20-21).
Las lecturas del Evangelio de los dos primeros domingos de la Cuaresma nos ofrecen imágenes contrapuestas de Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María.
La semana se nos presentó una imagen de Jesús en su condición más débil y vulnerable como hombre. Después de ayunar en el desierto durante 40 días y noches, estaba hambriento, cansado y probablemente se sentía muy solo (Lc 4,1-13).
El demonio, que es el Padre de la mentira y el maestro del engaño, se insinúa en la mente de Jesús e intenta persuadirle de que abandone su misión y su fidelidad a su Padre celestial. Jesús resiste con éxito las tentaciones del diablo, pero hemos de imaginar que fue un proceso agotador para él. Apenas la agonía en el jardín, y su pasión y muerte, serán pruebas más arduas.
El Evangelio de este fin de semana, el segundo domingo de la Cuaresma (Lc 9,28b-36), ofrece un retrato muy diferente de Jesús, en el que se nos muestra en toda su gloria:
“Mientras oraba, su rostro se transformó, y su ropa se tornó blanca y radiante. Y aparecieron dos personajes —Moisés y Elías— que conversaban con Jesús. Tenían un aspecto glorioso, y hablaban de la partida de Jesús, que él estaba por llevar a cabo en Jerusalén” (Lc 9,29-31).
Lo que Jesús llevará a cabo en Jerusalén es la transformación de toda la humanidad, que pasará de ser un pueblo esclavizado por los poderes de las tinieblas a un pueblo que ha sido perdonado y redimido por la pasión, la muerte y la resurrección del Hijo único de Dios. La Transfiguración que presenciamos (con Pedro, Santiago y Juan) en el Evangelio de este domingo es un atisbo de la alegría pascual. Es una visión profética de lo que le ocurrirá a Jesús —y a todos los que le son fieles— en la resurrección de los muertos.
La presencia de Moisés y Elías en la lectura del Evangelio de hoy es una afirmación del cumplimiento de la promesa de Dios a Abraham en la primera lectura del Libro del Génesis (Gn 15,5-12; 17-18). Esta promesa es tanto espiritual como material. Los descendientes de Abraham son el Pueblo Elegido de Dios, a quienes les ha dado como herencia la Tierra Prometida. Mediante su encarnación, Cristo no solamente participa en las bendiciones espirituales y materiales de esta promesa, sino que también cumple la alianza de Dios con Abraham mediante su sacrificio en la cruz, realizado en Jerusalén en el momento de su pasión, muerte y resurrección.
En la segunda lectura de la Carta a los Filipenses (Fil 3,17;4,1), san Pablo nos dice que también nosotros somos elegidos por Dios y que, por tanto, “somos ciudadanos del cielo, de donde anhelamos recibir al Salvador, el Señor Jesucristo” (Fil 3,20).
Según afirma san Pablo, nuestro destino es llegar a ser como Cristo quien “transformará nuestro cuerpo miserable para que sea como su cuerpo glorioso, mediante el poder con que somete a sí mismo todas las cosas” (Fil 3,21). En otras palabras, al final de los tiempos, si hemos permanecido fieles a los mandatos de Dios, nuestros cuerpos se transformarán como el cuerpo resucitado de Jesús.
La Transfiguración del Señor es una epifanía, una manifestación del Dios Trino (Padre, Hijo y Espíritu Santo) que nos ama tanto que se entrega a nosotros sin reservas para salvarnos de nuestro egoísmo y pecado. Todo lo que Dios pide a cambio es que lo escuchemos, que nos encontremos con él y que discernamos su voluntad para nosotros. Este es el triple propósito de nuestro viaje cuaresmal, y es especialmente significativo ahora que nos preparamos para un sínodo mundial en octubre de 2023 cuyo tema es la sinodalidad misma: comunión, participación y misión.
Jesús se hizo hombre y se expuso tanto a las mentiras del demonio como a la crueldad de sus semejantes, para que pudiéramos ser liberados del poder del pecado y de la muerte y ser transformados un día en cuerpo y alma. La visión profética que se revela en las lecturas de las Escrituras del domingo es que tanto usted como yo —y todos nuestros hermanos y hermanas del mundo— estamos llamados a ser como Jesús resucitado y ser transformados por el poder del Espíritu Santo para que nuestros cuerpos humildes se asemejen al cuerpo glorificado de Cristo en la alegría de la Vida Eterna.
Al proseguir nuestro camino cuaresmal, demos gracias a Dios por todos sus dones. Pidamos también a Dios que nos ayude a prepararnos para la alegría de la Pascua y para la vida que se nos ha prometido en la resurrección de los muertos y en la vida del mundo futuro. †