Cristo, la piedra angular
Seamos generosos con los dones que Dios nos ha dado
“Anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo. Luego ven y sígueme” (Mc 10:21).
La lectura del Evangelio del vigésimo octavo domingo del tiempo ordinario (Mc 10:17-30) nos explica en pocas palabras cuál es el costo del discipulado: Si queremos heredar la vida eterna, debemos vender todo lo que tenemos, dárselo a los pobres y seguir a Jesús.
Es una afirmación notable a la que Jesús añade: “¡Qué difícil es para los ricos entrar en el reino de Dios!”
(Mc 10:23) No es de extrañar que san Marcos nos diga que los discípulos estaban “sumamente asombrados” y se preguntaban entre ellos: “Entonces, ¿quién podrá salvarse?” (Mc 10:26).
Como la mayoría de nosotros, los discípulos no eran ricos, pero eran personas que aceptaban los valores religiosos y culturales de su tiempo y lugar. Como la mayoría de nosotros, respetaban la riqueza y deseaban la comodidad y la seguridad que esta brinda, especialmente en tiempos económica y políticamente difíciles, como lo eran en la época de Jesús y lo son en la nuestra.
Muchos de los discípulos tenían familias a las que mantenían y responsabilidades que debían cumplir. La idea de que se les pidiera que vendieran todo y lo dieran a los pobres debió ser muy difícil de entender y aceptar para ellos.
En respuesta a la pregunta: “Entonces, ¿quién podrá salvarse?” Jesús reconoce los retos que enfrentamos quienes estamos atados a la comodidad y la seguridad. Para nosotros es imposible, como tratar de introducir un animal muy grande (un camello) a través de una abertura excepcionalmente pequeña (el ojo de una aguja). Pero para Dios, nos recuerda Jesús, todo es posible. Lo que no podemos hacer por nosotros mismos, el Espíritu Santo nos ayuda a hacerlo por el poder de la gracia de Dios.
La segunda lectura de este domingo de la Carta a los Hebreos habla de nuestra vulnerabilidad, de nuestra desnudez, a los ojos de Dios. Esto puede resultar aterrador, especialmente si nos gusta pensar que tenemos que mantener el control de nuestras vidas en todo momento. De hecho, poco o nada de lo que poseemos, ya sean cosas materiales o dones espirituales, está realmente bajo nuestro control. Tomos somos administradores (cuidadores o corresponsables) de los dones de Dios. Y, como dice la Carta a los Hebreos, al final no podemos evitar rendir cuentas de cómo administramos la generosidad de Dios:
“Ciertamente, la palabra de Dios es viva y poderosa, y más cortante que cualquier espada de dos filos. Penetra hasta lo más profundo del alma y del espíritu, hasta la médula de los huesos, y juzga los pensamientos y las intenciones del corazón. Ninguna cosa creada escapa a la vista de Dios. Todo está al descubierto, expuesto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas” (Heb 4:12-13).
El hecho de que seamos administradores, y no propietarios, nos ayuda a comprender lo que Jesús dice a sus discípulos (y a nosotros) en la lectura del Evangelio de la misa de este domingo. Para empezar, ¿por qué debemos preocuparnos por entregar los dones que le pertenecen a Dios? ¿Por qué dudar en compartir con los demás, especialmente con los pobres, los recursos de tiempo, talento o tesoro que nos ha dado gratuitamente nuestro extremadamente bueno y generoso Dios?
La primera lectura del vigésimo octavo domingo del tiempo ordinario, extraída del libro de la Sabiduría (Sab 7:7-11), confirma la verdad de que la sabiduría de Dios supera con creces todo el oro, la plata y las gemas de valor incalculable que los seres humanos intentamos acumular para protegernos de lo que no podemos controlar.
El esplendor de la sabiduría de Dios, su verdad y su amor, siempre eclipsa lo que codiciamos, adquirimos y a lo que luego tratamos desesperadamente de aferrarnos. Dejar de depender de las cosas materiales reafirma el mensaje de que el Espíritu de Sabiduría de Dios es infinitamente más seguro y confiable «porque su claridad no anochece. Con ella me vinieron a la vez todos los bienes e incalculables riquezas en sus manos» (Sab 7:10-11).
La mayoría de nosotros somos como el hombre que corrió hacia Jesús, se arrodilló ante él y le preguntó: “Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?” (Mc 10:17) Queremos sinceramente hacer lo que es correcto, observar los mandamientos y ser fieles discípulos misioneros de Jesús. Pero al igual que “el joven rico” del relato evangélico, todos tenemos muchas posesiones. Estamos muy tentados a agachar la cabeza, alejarnos tristes y aplazar nuestro compromiso con el discipulado cristiano radical hasta otro día.
Oremos por la sabiduría para soltar todo aquello a lo que nos aferramos, todas las “muchas posesiones” que se interponen en el camino de dedicarnos completamente (en mente, cuerpo y espíritu) a seguir a Jesús sin fijarnos en el costo. Por nosotros mismos, este tipo de entrega es imposible. Pero Dios lo hará realidad si se lo permitimos. †