Cristo, la piedra angular
Cristo nos alimenta como el pan de la vida
“Yo soy el pan de vida—declaró Jesús—. El que a mí viene nunca pasará hambre, y el que en mí cree nunca más volverá a tener sed” (Jn 6:35).
No es de extrañar que los seguidores de Jesús se sintieran confundidos cuando les dijo que “el que a mí viene nunca pasará hambre, y el que en mí cree nunca más volverá a tener sed” (Jn 6:35). Todos tenemos hambre y sed por mucho que creamos en Jesús. ¿Cómo debemos interpretar esta paradoja aparentemente sorprendente? ¿Cómo debemos entender el hambre y la sed que solamente Jesús, el Pan de Vida, puede satisfacer por completo?
Las lecturas de las Escrituras del 18.º domingo del tiempo ordinario nos ayudan a comprender esta verdad fundamental de nuestra fe cristiana.
La primera lectura (Ex 16:2-4,12-15) nos dice que los israelitas que vagaban por el desierto refunfuñaban contra Moisés y Aarón. “¡Cómo quisiéramos que el Señor nos hubiera quitado la vida en Egipto!—les decían los israelitas—. Allá nos sentábamos en torno a las ollas de carne y comíamos pan hasta saciarnos,” se quejaban amargamente. “¡Ustedes nos han traído a este desierto para matar de hambre a toda la comunidad!” (Ex 16,3).
La respuesta del Señor fue enviarles comida: codornices por la noche y maná (“copos muy finos, semejantes a la escarcha que cae sobre la tierra”) cada mañana. Al verlo, los israelitas preguntaron: “¿Y esto qué es?” (Ex 16:15) porque no sabían lo que era. Pero Moisés les dijo, “Es el pan que el Señor les da para comer” (Ex 16:15).
Al igual que Jesús alimentó a 5,000 personas con cinco panes de cebada y dos peces, Dios “desde lo alto dio una orden a las nubes, y se abrieron las puertas de los cielos. Hizo que les lloviera maná, para que comieran; pan del cielo les dio a comer” (Sal 78:23-24). Este pan celestial, y las codornices que Dios enviaba por las tardes, satisfacían el hambre física del Pueblo Elegido, pero también les devolvía la confianza en Aquel que los había liberado de la esclavitud en Egipto. Renovó su esperanza en la tierra prometida, y les permitió proclamar con confianza las palabras del Salmo Responsorial de este domingo:
“Todos ellos comieron pan de ángeles; Dios les envió comida hasta saciarlos. Trajo a su pueblo a esta su tierra santa, a estas montañas que su diestra conquistó” (Sal 78:25, 54).
Está claro que también hay un hambre espiritual que se alimenta del “pan de ángeles” que Dios envía a su pueblo asustado, perdido y enfadado “hasta saciarlos.”
El don de Dios del pan celestial alcanza su máxima expresión en Jesús, “el pan de vida.” Lo que tan solo se insinúa en el Antiguo Testamento se concreta en la carne y la sangre de Jesucristo, que se nos entrega en la Eucaristía. Más que el pan físico, por muy necesario que sea, necesitamos alimento para nuestras almas. Debemos mirar más allá de nuestras necesidades y deseos materiales, hacia la comida y la bebida que nos sostendrán eternamente.
En la lectura del Evangelio del domingo (Jn 6,24-35), Jesús dice a la multitud a la que previamente alimentó con panes de cebada y peces:
“Ciertamente les aseguro que ustedes me buscan no porque han visto señales, sino porque comieron pan hasta llenarse. Trabajen, pero no por la comida que es perecedera, sino por la que permanece para vida eterna, la cual les dará el Hijo del hombre. Sobre este ha puesto Dios el Padre su sello de aprobación” (Jn 6:26-27).
El alimento que perdura para la vida eterna es Cristo mismo, en quien Dios Padre ha puesto su sello. Es un alimento espiritual, un alimento para nuestros corazones hambrientos.
En la segunda lectura del 18.º domingo del tiempo ordinario (Ef 4:17, 20-24), san Pablo nos enseña que:
“Con respecto a la vida que antes llevaban, se les enseñó que debían quitarse el ropaje de la vieja naturaleza, la cual está corrompida por los deseos engañosos; ser renovados en la actitud de su mente; y ponerse el ropaje de la nueva naturaleza, creada a imagen de Dios, en verdadera justicia y santidad” (Ef 4:22-24).
La única manera de permitir que el Pan de Vida, que es Jesús, nos sostenga eternamente, para que nunca más tengamos hambre y sed, es ser renovados en el Espíritu Santo y ponernos “el ropaje de la nueva naturaleza” que vivirá para siempre en Cristo.
Recemos para que el Espíritu Santo llene nuestras mentes y nuestros corazones de sabiduría y de una profunda reverencia por el sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo, la santa Eucaristía. Oremos también por la gracia que necesitamos para despojarnos de nuestro «antiguo yo», de modo que podamos ser transformados por Dios en la justicia y santidad de su verdad. †