Cristo, la piedra angular
El Viernes y el Sábado Santo nos preparan para la alegría pascual
“El período que duraba desde el jueves por la mañana hasta antes de que comenzara el domingo de Pascua se denominaba, en tiempos anglosajones, ‘los días de calma.’ ” (“Semana Santa,” Enciclopedia Católica).
La fecha de publicación de esta columna es el 2 de abril, el viernes de la Pasión del Señor (Viernes Santo). Hoy es uno de los días más sagrados del año. Es el día en que recordamos, pero sobre todo revivimos, el sufrimiento, los abusos, la crucifixión y la muerte de nuestro Señor y Redentor, Jesucristo.
Hoy revivimos la Pasión del Señor no porque seamos llorones o masoquistas, sino porque creemos que la muerte de Jesús es la puerta de entrada a la vida eterna. Por su cruz hemos sido liberados, por lo que en la liturgia de hoy participamos en el más impactante ritual de adoración mientras cantamos:
Adoramos tu Cruz, Señor, alabamos y glorificamos tu santa Resurrección, pues he aquí que por la madera de un árbol la alegría ha llegado a todo el mundo.
Celebramos este ritual que podría resultar escandaloso (al mostrar una profunda reverencia por un instrumento de tortura y pena capital) porque estamos convencidos de que la cruz es la única forma de experimentar la resurrección. Solo al morir podemos renacer. Y solamente si seguimos a Jesús en el Camino de la Cruz podemos encontrar una alegría duradera.
Mañana (Sábado Santo) estaremos en ese estado intermedio entre la muerte y la nueva vida que nuestra Iglesia celebra con un silencio casi total. Ninguna misa, ninguna actividad ritual ni ninguna música interrumpirán este período de intenso ayuno litúrgico hasta que la Vigilia Pascual rompa nuestro silencio, y la resurrección del Señor sea proclamada en los tonos resonantes del Exultet.
El papa emérito Benedicto XVI ha descrito el Sábado Santo como “una tierra de nadie entre la muerte [de Cristo] y la resurrección.” Continúa diciendo que esta “tierra de nadie” es el infierno al que el Señor descendió para transformarlo de un lugar de absoluta soledad y abandono a un reino en el que la esperanza sigue siendo accesible para todos. “En el seno de la muerte—dice el papa emérito Benedicto—la vida es ahora vibrante ya que el amor habita en ella.”
El Viernes y el Sábado Santo representan las dos caras de la pasión del Señor. El viernes, revivimos la implacable brutalidad de quienes se burlaron, torturaron y crucificaron a Jesús. El sábado, sufrimos en silencio con María y aquellos pocos—principalmente mujeres—que estuvieron con él al pie de la cruz. El viernes es un día de intensa angustia, de sufrimiento con el Señor de la Vida. La jornada del sábado es de luto callado, de compartir las penas de los que más lo querían.
Hace unas semanas, al reflexionar sobre las lecturas del segundo domingo de Cuaresma, escribí:
En nuestra cultura contemporánea, tendemos a olvidar que existe una conexión esencial entre “amor” y “sacrificio.” Para amar realmente a otra persona, debemos estar dispuestos a hacer sacrificios, a renunciar a nuestras propias necesidades y deseos por el bien del otro. … El sacrificio y el amor van de la mano. A pesar de lo que nos dice nuestra cultura, el amor egoísta o egocéntrico no existe. El amor significa dejar de lado nuestros propios deseos por el bien de los demás. Significa hacer sacrificios por un bien superior.
Esta verdad fundamental, la conexión inseparable entre el sacrificio y el amor, es lo que celebramos en el Triduo Pascual. Revivimos la pasión y la muerte del Señor para experimentar por nosotros mismos la fuerza liberadora de un amor totalmente desinteresado.
Adoramos el madero de la cruz porque con la muerte de Cristo se ha transformado de objeto de horror en símbolo de esperanza. Descendemos al infierno con Jesús para ser testigos de primera mano de cómo su luz vence todas las tinieblas. Estamos con María y con los seguidores más cercanos de Jesús al pie de la cruz, y lloramos con ellos mientras su cuerpo descansa en el silencio del Santo Sepulcro, hasta que estemos preparados para proclamar al mundo entero que el Señor ha resucitado.
En la época anglosajona, el período entre el Jueves Santo y la Vigilia Pascual se denominaba “los días de calma.” En cierto modo, el mundo y su frenética actividad quedan suspendidos durante este tiempo de intenso recuerdo. Nos quedamos quietos durante este tiempo sagrado porque queremos asegurarnos de que podemos saborear tanto los momentos
amargos como los dulces de este recuerdo sagrado. Si nos apresuramos en la observancia de “los días de calma,” significaría
que no entendemos realmente cómo están conectados el amor y el sacrificio. Significaría que no comprendemos una de las verdades más importantes de la fe y la práctica cristianas.
Hoy y mañana, hagamos una pausa en nuestras ajetreadas vidas por el tiempo suficiente para revivir el amor sacrificado de Jesús y la alegría que solo puede provenir del amor desinteresado. †