Cristo, la piedra angular
Independientemente de las circunstancias, el Señor nos llama a cada uno por nuestro nombre
“Aquí me tienes [...]. Me deleito en hacer tu voluntad, Dios mío” (Sal 40:7).
Las lecturas de las Escrituras para este fin de semana, el segundo domingo del Tiempo Ordinario, hacen énfasis en el asombroso hecho de que Dios nos llama a todos por nuestro nombre para que sigamos a Jesús de una manera específica.
Independientemente de nuestras circunstancias, nuestras historias personales, los errores o los pecados que hayamos cometido, o los éxitos que hayamos cosechado en la vida, el Señor nos pide que cambiemos, que dediquemos nuestras vidas a ser templos del Espíritu Santo y discípulos misioneros de Cristo.
Esto es realmente asombroso. ¿En verdad es cierto que de los miles de millones de personas que vivían en el mundo ayer, hoy y mañana, Jesús nos ama y nos conoce a cada uno por nuestro nombre? ¿Acaso no es una tremenda exageración afirmar que tiene tareas particulares para usted, para mí y para todos nuestros hermanos y hermanas?
Nuestra fe nos dice lo contrario. Creemos que Dios conoce y ama íntimamente a cada hombre, mujer y niño (incluidos los refugiados, los condenados a muerte y aquellos que no han nacido) y que Jesucristo, nuestro Redentor, nos desafía y nos invita a cada uno, llamándonos por nuestro nombre, para que hagamos a un lado nuestras preocupaciones diarias y lo sigamos de todo corazón.
En la primera lectura del Primer Libro de Samuel (1 Sm 3:3b-10, 19), el joven Samuel oye una voz que le llama mientras duerme, pero la confunde con la de su amo. Eli sabiamente le dice que vuelva a la cama pero que permanezca atento. Como leemos, “Samuel estaba acostado en el templo del Señor donde estaba el arca de Dios [...] Entonces vino el Señor y se detuvo, y llamó como en las otras ocasiones: ¡Samuel, Samuel! Y Samuel respondió: Habla, que tu siervo escucha. Samuel creció, y el Señor estaba con él; no dejó sin cumplimiento ninguna de sus palabras” (1 Sm 3:9-10, 19).
El llamado que Samuel recibió fue específico para él: debía hablar en nombre del Señor. Y porque Samuel escuchó la voz del Señor, y respondió generosamente, sus propias palabras tuvieron un efecto en todos los que lo escucharon.
Escuchar las palabras que Dios nos dice a cada uno de manera única, sin importar nuestras circunstancias, es la disciplina espiritual del discernimiento que exige cierto grado de silencio, y nos insta a desconectarnos de los ruidos que nos distraen y nos impiden escuchar el llamado de Dios.
En la segunda lectura de este domingo (1 Cor 6:13c-15a, 17-20), san Pablo nos recuerda que cada uno de nosotros es un templo del Espíritu Santo. Esto significa que nuestras vidas están destinadas a ser lugares sagrados, lugares de reverencia y soledad. Pablo traza la conexión evidente con la inmoralidad, que es particularmente ofensiva porque somos, de hecho, el Cuerpo de Cristo.
Pero también podemos ver lo importante que es mantenernos puros y santos si queremos escuchar y responder a la voluntad de Dios para nosotros. El egoísmo y el pecado nos impiden escuchar el llamado de Dios pues nos engañan al pensar que alguien (o algo) es más importante, y que exige nuestra atención inmediata.
El Evangelio según san Juan (Jn 1:35-42) describe el llamado particular de dos hermanos, Andrés y Simón, que eran claramente “buscadores espirituales,” hombres que buscaban algo más en sus vidas. Juan el Bautista les indicó que buscaran a Jesús, el Cordero de Dios, y le preguntaron sin rodeos, “¿Dónde te hospedas?” (Jn 1:38). La respuesta igualmente directa del Señor, “Venid y veréis” (Jn 1:39), pone en marcha las experiencias de conversión que cambiarían radicalmente sus vidas.
La historia de 2,000 años de nuestra fe está llena de historias sobre la conversión de mujeres y hombres cuyas vidas fueron transformadas por su respuesta al llamado del Señor. Muchas de estas historias de conversión son inmediatas y drásticas, en tanto que otras son mucho más sutiles y se desarrollan a lo largo de muchos años. Lo que es común a todas es escuchar la voz del Señor (en cualquier forma que se presente) y responder con un corazón abierto y generoso.
Cuando el Señor llama, debemos estar listos y atentos; esto resulta difícil cuando estamos ocupados y rodeados por todas las distracciones que nos bombardean las 24 horas del día. El llamado de Dios nos desafía a encontrar momentos y lugares en los que podamos estar tranquilos y solos. Los más grandes santos son hombres y mujeres que encontraron la manera de mantener sus templos del Espíritu Santo (ellos mismos) puros e inmaculados. Encontraron momentos y lugares adecuados para el discernimiento espiritual, y escucharon cuidadosamente la voz de Dios hablándoles directamente de las formas más profundamente personales.
Que cada uno pueda encontrar sus propios lugares sagrados y acoger la soledad que nos permitirá reconocer la voz de Dios y responder con todo nuestro corazón: “Habla, Señor, tu siervo te escucha. He venido a cumplir tu voluntad.” †