Cristo, la piedra angular
La pasión y muerte del Señor preparan el camino para la Pascua
“Al mediodía, se oscureció toda la tierra hasta las tres de la tarde; y a esa hora, Jesús exclamó en alta voz: ‘Eloi, Eloi, lamá sabactani’ que significa: ‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’ Algunos de los que se encontraban allí, al oírlo, dijeron: ‘Está llamando a Elías.’ Uno corrió a mojar una esponja en vinagre y, poniéndola en la punta de una caña le dio de beber, diciendo: ‘Vamos a ver si Elías viene a bajarlo.’ Entonces Jesús, dando un grito, expiró. El velo del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo. Al verlo expirar así, el centurión que estaba frente a él, exclamó: ‘¡Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios!’ ”
(Mc 15:33-39).
La Pascua se aproxima.
Este domingo 25 de marzo celebramos el Domingo de Ramos de la Pasión del Señor, un festival lleno de júbilo, pero también un evento repleto de premoniciones.
El Domingo de Ramos Jesús fue recibido en la ciudad santa de Jerusalén como un héroe victorioso, una suerte de figura mesiánica que muchos en Israel esperaban (y que muchos otros temían).
Sabemos muy bien que esta entrada triunfal terminará en traición, abandono, una tortura espantosa y en una de las formas de pena capital más crueles que empleaban los romanos para humillar y desacreditar a sus enemigos. Se burlan del “héroe victorioso,” lo azotan y lo crucifican. Aparenta estar totalmente vencido y, a excepción de su madre y un puñado de amigos cercanos, todos los que habían proclamado “¡Hosanna en las alturas!” en el Domingo de Ramos, lo han abandonado. La semana que comienza llena de alegría termina con lágrimas amargas.
Jesús permite que esto suceda pese al hecho de que no está destinado a ser el tipo de salvador que ellos esperan, puesto que ellos desean un rey terrenal y Él es algo totalmente distinto. Sabe que muy pronto esa misma multitud lo rechazará con vehemencia, pero se presenta ante ellos con la máxima humildad y pequeñez para destacar un aspecto muy importante.
La enseñanza que encierra el Domingo de Ramos de la Pasión del Señor es la siguiente: La cruz no es un obstáculo sino un camino que lleva hacia el sepulcro vacío; la muerte precede a la resurrección. Como discípulos misioneros de este hombre, Jesucristo, quien murió y fue sepultado, pero luego resucitó al tercer día, estamos llamados a compartir su sufrimiento, pasar por la muerte del propio ser y permitir que Dios, nuestro Padre Celestial, nos resucite nuevamente en el día final. Los hosannas proclamados el Domingo de Ramos son reales, pero apuntan a un momento que se encuentra mucho más distante de nuestras experiencias inmediatas, a la victoria definitiva que Cristo ha alcanzado por nuestro bien.
La muerte precede a la resurrección con la misma certeza que el invierno precede a la primavera y la Cuaresma prepara el camino hacia la Pascua. Cuando cantamos “¡hosanna!” llevando palmas benditas, no esperamos que las dificultades de este mundo tengan un final inmediato. Ciertamente no anticipamos la salvación política o económica en ningún futuro cercano (si es que sucede). El Domingo de Ramos de la Pasión del Señor nos recuerda que nuestra alegría es real pero que solamente sobreviene con privaciones y tomando nuestras cruces para seguir a Jesús.
Afortunadamente, cuando Jesús regresó a su Padre Celestial, nos dejó su Espíritu Santo a través de cuya gracia y misericordia nació la Iglesia y el cuerpo vivo de Cristo. A través de la Iglesia y los sacramentos que Cristo nos entregó como signos e instrumentos eficaces de su gracia, tenemos todo lo que necesitamos para soportar el sufrimiento y lograr la alegría eterna.
Tal como lo escribió una vez mi predecesor y amigo, el arzobispo emérito Daniel M. Buechlein, en su columna semanal titulada “Buscando la Cara del Señor”:
La paz pascual la recibimos de Cristo. No olvidemos el hecho fundamental de que está mediada por la Iglesia, especialmente a través de los sacramentos de la penitencia, la Eucaristía y la unción de los enfermos, sacramentos que fueron posibles gracias a las órdenes sagradas. Así que, efectivamente, en los sacramentos de la Iglesia y a través de estos siempre tenemos a disposición la paz pascual.
Nuestra observancia del Domingo de Ramos de la Pasión del Señor es una de las formas en las que el Iglesia “media” en nuestra experiencia diaria de morir y resucitar. Al recordar primero la entrada triunfal en Jerusalén y luego la pasión y muerte de nuestro Señor, esta festividad solemne nos desafía a aceptar que no hay ningún camino sencillo que conduzca a la alegría de la Pascua.
Que encontremos la paz Pascual por intercesión de la Iglesia y que culminemos esta temporada de Cuaresma con la confianza y esperanza renovadas de que la muerte precede a la resurrección y que la alegría proviene de nuestra participación en el camino hacia la cruz. †