Alégrense en el Señor
La salvación en Cristo: La fuente de nuestra alegría
En el transcurso de estas cuatro semanas desde la celebración de la Pascua he venido escribiendo sobre la alegría. Se trata de una palabra muy pequeña, pero nos habla de uno de nuestros profundos anhelos y esperanzas como seres humanos. Sin la alegría la vida se torna vacía, solitaria y minada de temores. Existen muchos sustitutos de la alegría que se originan en la búsqueda del placer, del estatus social o del poder, pero ninguno de estos verdaderamente nos satisface.
Como cristianos, sabemos que el origen de la alegría duradera proviene de nuestra salvación en Jesucristo. Tal como nos enseña el papa Francisco en su “Evangelii Gaudium” (“La alegría del Evangelio”), la salvación es el máximo regalo de Dios. “Jesucristo te ama,” dice el papa. “Dio su vida para salvarte, y ahora está vivo a tu lado cada día, para iluminarte, para fortalecerte, para liberarte” (#164).
Sin Cristo nos encontramos en graves aprietos. Nos vemos atrapados por nuestro propio egoísmo y el pecado. Necesitamos ayuda. Necesitamos de la intervención divina y del obsequio de la libertad para poder librarnos de las cadenas que nos hemos impuesto a través de la superficialidad y de la búsqueda del propio yo.
Ese es el mensaje de la resurrección de Cristo: Cristo entregó su vida para salvarnos. Y es por ello que tenemos esperanza: Jesús está con nosotros ahora (“vivo a tu lado cada día”) para abrirnos los ojos a la verdad, para infundirnos el valor de perseverar incluso en momentos difíciles y para liberarnos del poder del pecado y de la muerte.
En el tercer capítulo de “La alegría del Evangelio,” el papa Francisco nos recuerda que la principal forma para escuchar la buena nueva de nuestra salvación en Cristo es a través del testimonio del prójimo.
Cuando vemos a Cristo en los demás, cuando escuchamos lo que nos dicen desde sus corazones y cuando escuchamos las historias de hombres y mujeres santos cuya fe en Cristo los liberó, recibimos inspiración y nos liberamos.
Recientemente me reuní con un grupo de ministros universitarios aquí en la arquidiócesis. Me impresionó y me sentí muy complacido al conocer sobre las formas en las que están ayudando a los jóvenes a proclamar el evangelio.
Durante un viaje a Boston en marzo me enteré de un programa en Boston College llamado “Agape Latte” (algo así como “Ágape de café con leche”) en el que los alumnos se reúnen para escuchar a alguien (a menudo un integrante del profesorado) que comparte el significado que tiene la fe para él. Este es el tipo de iniciativa que el papa Francisco—y todos los papas que hemos tenido recientemente—considera importante para proclamar el evangelio. Debemos hablar desde el corazón; debemos llegar a los demás; y debemos compartir nuestra alegría.
¿Acaso le preocupa no tener mucha alegría para compartir? No está solo. Para muchos de nosotros el obsequio de la salvación se encuentra escondido en las profundidades de nuestros corazones, oculto bajo la sombra del temor, la preocupación o la culpa. Es por ello que Cristo nos entregó los sacramentos: especialmente la reconciliación (penitencia) y la eucaristía.
Su resurrección nos libró del poder del pecado y de la muerte, pero de todos modos sentimos el efecto de estos en nuestra vida cotidiana. Cuando el papa Francisco nos dice que Jesús se encuentra con nosotros y ahora está vivo a nuestro lado, para iluminarnos, fortalecernos y liberarnos, nos invita a que aprovechemos las distintas formas en las que Cristo se encuentra presente entre nosotros: en las sagradas escrituras, en los sacramentos y en el testimonio del prójimo, inclusive de los pobres y marginados “de mis hermanos, aun el más pequeño” (Mt 25:31-46).
Cristo también está presente en la homilía predicada durante la misa. ¿Qué tan bien desempeñamos esta increíble responsabilidad los obispos, sacerdotes y diáconos? ¿Llevamos a Cristo a los demás y manifestamos su alegría? ¿O acaso lo opacamos y confundimos su mensaje de esperanza y misericordia?
En el capítulo 3 de “La alegría del Evangelio,” el papa Francisco ofrece consejos prácticos para aquellos de nosotros que estamos llamados a proclamar el evangelio a través de las homilías en la misa. En pocas palabras, el Santo padre nos conmina a hablar con sencillez, a convertir a Cristo (no nosotros) en el centro de atención, a hablar desde nuestros corazones y hacia los corazones de nuestro pueblo y a vivir en nuestra vida cotidiana lo mismo que predicamos.
El papa Francisco se opone vehementemente a las homilías “moralistas o adoctrinadoras” que hacen énfasis en lo que está mal en el mundo en lugar de todo lo bueno (#142). Por encima de todo, nos dice que hablemos del amor y de la misericordia de Dios y, de esta forma, compartir la alegría que solamente puede venirnos a través de la salvación en Cristo.
Esta temporada de Pascua compartamos la alegría del Evangelio proclamando a través de nuestras palabras y de nuestras acciones la maravillosa noticia de que la resurrección de Cristo nos ha salvado del pecado y de la muerte y nos ha hecho libres. †
Traducido por: Daniela Guanipa