Seeking the Face of the Lord
En el Cristo crucificado hallamos amor y esperanza
Si alguna vez ha visitado la tumba de un ser querido, su madre, su padre, o tal vez un hijo o una hija, o incluso un amigo, probablemente le haya invadido un sentimiento de soledad, vacío, tal vez un cuestionamiento de fe.
¿Acaso hay vida más allá de esta sepultura? Entonces debemos transportarnos a través de la oración y visitar el sepulcro vacío en el jardín, en la mañana de Pascua. El sepulcro vacío es un símbolo de esperanza, un símbolo de la razón de la esperanza.
Imaginarnos a nosotros mismos en el jardín en la mañana de Pascua es algo así como ver nuestros árboles comenzar a retoñar. Es observar los tulipanes y otras flores brotando de la tierra. Pronto los cornejos, los tulipanes, los árboles frutales florecientes y nuestros suelos reverdecidos serán nuevamente un recordatorio de que el oscuro invierno ha terminado y que la nueva vida de la primavera de Pascua ha llegado. La época de primavera y la Pascua nos hablan de esperanza y paz. Nos recuerdan el sepulcro vacío.
Somos hijos de la tierra. Todos hemos nacido de la Madre Tierra. Asimismo, se nos entierra en la Madre Tierra, como hijos que también mueren en ella. Un teólogo dijo una vez: “La Tierra nos colma de infinitas buenaventuras, ¡y qué pena! que lo que ella nos entrega es demasiado hermoso para despreciarlo y demasiado pobre para satisfacernos plenamente, ya que somos insaciables.”
La Madre Tierra nos presenta la vida y la muerte, nunca la una separada de la otra, siempre juntas. A esta mezcla de vida y muerte, de gozo y tristeza, de actividad creativa y deberes tediosos, la llamamos nuestra vida cotidiana. Nos encanta y sin embargo, queremos abandonarla para ir tras algo más. Nuestros corazones son inquietos e insaciables.
Añoramos la maternidad y la paternidad que nos convertirá en más que simples hermanos y hermanas en el dolor y el sufrimiento, o en momentos de gozo que se esfuman rápidamente. Queremos que nuestra nueva hermandad sea más que un sueño; queremos que también sea de este mundo.
Jesús, el Hijo de Dios y también un hijo de este mundo y nuestro hermano en la carne, puso de manifiesto a un Padre cuyo amor sobrepasa misteriosamente nuestra efímera experiencia de amor. Nos dio una madre, la Iglesia, llena del Espíritu de la vida y de cuyo vientre en el bautismo todos renacemos a la vida que no tendrá fin. Nos entregó el obsequio que tanto ansían nuestros corazones ignorantes.
El sufrimiento y la muerte que Dios le pidió a su propio Hijo nos dan la clave para ayudarnos a entender la tragedia humana y las tumbas de nuestros seres queridos. Una vez más durante la Semana Santa hemos trazado el camino de la Pasión de Cristo. Es el camino de un hijo inocente de la tierra quien fue traicionado por un amigo y luego forzado a morir la muerte vergonzosa de un criminal. Una vez más emergemos del Viernes Santo regocijados ya que él conquistó la muerte y el pecado. El sepulcro cerrado de este mundo ha sido abierto y frente al sepulcro vacío de la Pascua exclamamos: “¡Aleluya!”
A pesar de ello, nuestra Iglesia se aferra a la tradición de exhibir el crucifijo, la cruz con la imagen del cuerpo de Jesús en ella. Veneramos el crucifijo en nuestras paredes. Esta tradición no constituye una negación de la victoria de Jesús sobre la muerte y no es un desplazamiento de la gloriosa Resurrección en la vida cristiana.
Es una ironía de Dios que el crucifijo no sea un símbolo de muerte sino un símbolo de vida; no es un símbolo de fracaso, más bien un símbolo de esperanza. Desde el sepulcro vacío observamos el crucifijo con ese cuerpo nacido de la tierra, al igual que nosotros, envuelto en el resplandor de la Resurrección. Queremos que se nos recuerde que no estamos solos en el sufrimiento: una persona de carne y hueso extendió sus brazos sobre la cruz y sufrió profundamente por amor a nosotros. Nuestros crucifijos simbolizan el realismo cristiano sobre la vida, la muerte y la resurrección; mueven nuestros corazones como hijos de la tierra que somos.
Gracias a la victoria de Jesús, podemos llegar a aquellos que sufren más de lo que les corresponde, ante el sepulcro vacío. Tal vez enfrente usted una enfermedad terminal, o un divorcio o sea víctima de la depresión. Existe esperanza. Todos podemos experimentar la solidaridad de Jesús para con nosotros.
Y lo más importante de todo: él nos demostró que la vida no termina cuando se nos regresa a la tierra. Para los que enfrentan la muerte con temor, Jesús demostró una vez que para todos aquellos en la muerte, la vida cambia y no les es arrebatada. ¡La Pascua es una fiesta predominantemente de esperanza!
Con fe, como Pedro cuando se asomó para ver dentro del sepulcro vacío, tan solo podemos sorprendernos.
¡Que Dios los bendiga a todos y a cada uno con la gracia de la paz y la esperanza pascual! †